ANTÍTESIS

El Burócrata
Mario Flores Pedraza
Nadie sueña con ser burócrata. Nadie dice de niño: “quiero llenar formularios cuando crezca”. Y sin embargo, ahí están: millones de personas que sostienen, día tras día, el andamiaje invisible del Estado. No salen en las noticias, no dan discursos, no cortan cintas. Pero si mañana desaparecieran, el país colapsa.
El burócrata es ese personaje que muchos desprecian pero todos necesitan. El que revisa tus papeles, te sella un documento, te dice que falta una firma o que vuelvas mañana. Ese que parece estar siempre del otro lado del mostrador, a veces indiferente, otras atrapado en su propio tedio. Es fácil burlarse de ellos, acusarlos de lentos, de fríos, de estorbar más que ayudar. Pero la cosa es más compleja.
Muchos burócratas están mal pagados, maltratados y peor valorados. Les exigimos eficiencia nórdica con sueldos africanos. Y lo que es peor: les pedimos que sean robots, pero que actúen con humanidad. Que apliquen la norma al pie de la letra, pero que hagan excepciones cuando conviene. Que digan “sí” cuando pueden y “no” cuando deben, aunque eso los convierta en villanos de la película.
El problema de fondo no es el burócrata, sino el sistema que los forma —o los deforma. Un aparato que castiga la iniciativa, premia la obediencia y hace de la mediocridad una forma de supervivencia. Un sistema que convierte a personas pensantes en máquinas de repetir reglas, en guardianes del procedimiento, en vigilantes de sellos.
Y sin embargo, muchos de ellos son los únicos que todavía se toman en serio la idea de “servicio público”. Son quienes conocen los laberintos del Estado, los que realmente sostienen los hospitales, las escuelas, las oficinas de gobierno. No salen a marchar, no se quejan en público, pero sin ellos no habría administración, ni derechos, ni garantías.
El burócrata puede ser héroe o verdugo, según el día. Y según su conciencia. Porque ahí está el punto: cuando dejas de pensar, cuando solo haces lo que te dicen, cuando aplicas la regla sin preguntarte si es justa, te conviertes en parte del problema. El poder no siempre está en la cima: muchas veces se ejerce desde el escritorio más anodino.
Ya lo decía Kafka —ese gran cronista del absurdo administrativo—: a veces el monstruo no tiene cara, tiene sello. Y nosotros, atrapados en esa telaraña de trámites, terminamos aceptando que la lógica del sistema es más poderosa que el sentido común.
Entonces, ¿qué hacemos con los burócratas? ¿Los culpamos de todo o los reivindicamos? Ninguna de las dos. Hay que exigirles, sí. Pero también hay que dignificarlos. Porque un Estado que desprecia a sus servidores públicos es un Estado que se desprecia a sí mismo. Y porque, al final del día, lo que define a un burócrata no es su cargo, sino qué hace con él: si sirve al ciudadano o al reglamento; si piensa o solo obedece.
El futuro de nuestras democracias no se juega solo en las urnas, sino en las oficinas públicas. Ahí, donde nadie aplaude, donde nadie filma, donde un clic mal hecho puede costarte meses de vida. El burócrata no es el enemigo. Pero tampoco puede seguir siendo un fantasma.
Tal vez el primer acto de revolución en este país no sea salir a protestar, sino que un burócrata diga: “esto está mal, no lo voy a hacer así”. Porque cuando los invisibles despiertan, el sistema tiembla.