ANTÍTESIS

La gangrena de la República
Por Mario Flores Pedraza
La corrupción no es solo un delito administrativo o una infracción moral; es una gangrena que se extiende silenciosamente hasta pudrir los cimientos de una república. Cuando un funcionario público traiciona su deber, no solo roba dinero del erario o distorsiona una licitación: roba la confianza, destruye el contrato social, y asfixia la legitimidad del Estado. Y lo más peligroso no es la existencia de corrupción, sino su impunidad. Porque cuando no hay mecanismos reales de castigo, el mensaje es claro: el crimen sí paga, y paga bien.
Una república se construye sobre la base de la virtud cívica, como lo entendían los pensadores clásicos. Los ciudadanos confieren poder a representantes para que, en teoría, administren los bienes públicos en beneficio de todos. Pero cuando quienes ostentan el poder lo utilizan para enriquecerse, para beneficiar a grupos cercanos o para manipular las instituciones a su favor, estamos ante una traición fundacional. Ya no se gobierna en nombre del pueblo, sino en nombre de intereses particulares. Lo público se privatiza en beneficio de unos pocos, y lo republicano se degrada a simulacro.
En los países donde la corrupción es endémica y los mecanismos de castigo son inexistentes o están cooptados —ya sea por miedo, por complicidad o por debilidad institucional— la república deja de ser un sistema funcional. La separación de poderes se convierte en una ficción, las fiscalías en brazos políticos, los jueces en operadores del poder y los órganos autónomos en cascarones vacíos. Es entonces cuando el ciudadano se pregunta: ¿qué hacer cuando no hay justicia?
La respuesta no es sencilla, pero parte de una verdad incómoda: no hay soluciones mágicas, ni castigos ejemplares aislados que solucionen un sistema podrido. La corrupción no es solo el resultado de malos funcionarios, sino de una estructura que los permite, los reproduce y los protege. Y por tanto, lo que se necesita es una reforma profunda, radical si es necesario, que empiece por reconstruir la arquitectura de la rendición de cuentas.
Primero, hay que blindar a los órganos encargados de fiscalizar y sancionar. Esto implica dotarlos de independencia real, recursos suficientes y mandatos claros. No sirve tener contralorías y fiscalías si son nombradas por los mismos a quienes deben investigar. Segundo, hay que empoderar a la sociedad civil, a la prensa libre y a los ciudadanos para que sean vigilantes permanentes del poder. La corrupción se combate también desde abajo, con información, con denuncia, con movilización.
Pero hay un tercer y más profundo nivel: la cultura política. Mientras el ciudadano normalice la corrupción como algo inevitable, como parte del folclore nacional o como una estrategia para “sacar ventaja”, no habrá cambio posible. La ética pública debe enseñarse en las escuelas, practicarse en las casas y exigirse en las urnas. Solo así podremos aspirar a una república que no dependa de la virtud personal de unos pocos, sino de la fortaleza institucional de un sistema que no tolera la traición al bien común.
Porque al final, cuando una república no castiga la corrupción, no solo se deslegitima: se convierte en otra cosa. Ya no es un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, sino un teatro de máscaras donde los que mandan simulan servir y los ciudadanos simulan creer. Y esa es la mayor derrota de todas.