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ANTÍTESIS

¿Por qué México no puede cambiar?

Mario Flores Pedraza

Todo sistema político corrupto produce gobiernos fallidos.
México tiene un sistema político corrupto.
Por tanto, México está condenado a gobiernos fallidos.

Puede parecer una conclusión cínica, pero en realidad es solo la aplicación austera de la lógica. No importa cuántos discursos de renovación se pronuncien, cuántas promesas de transformación se vendan como evangelio, ni cuántos outsiders emergen como redentores de una patria herida. En México, el problema no es quién gobierna: es el sistema que gobierna a quien gobierna.

La corrupción en México no es un defecto accidental, es una forma sustancial. Aristóteles diría que el sistema político mexicano ha adquirido una “segunda naturaleza”, donde el vicio ha reemplazado a la virtud como principio organizador. No hablamos de individuos corruptos actuando dentro de un marco neutral; hablamos de un marco institucional diseñado —o deformado— para corromper.

Todo nuevo actor que ingresa al escenario —ya sea legislador de izquierda o tecnócrata neoliberal, burócrata bienintencionado o fiscal independiente— queda atrapado en una red densa y viscosa de compromisos cruzados: empresarios que financian campañas esperando contratos; sindicatos que intercambian lealtad por canonjías; cárteles que aseguran zonas de silencio a cambio de impunidad; medios que negocian verdades al mejor postor. Cada engrane gira no por ideales, sino por pactos. Pactos que nadie firma, pero todos entienden.

La physis del sistema, su naturaleza interna, ha sido moldeada por décadas de simbiosis entre el poder político, económico y criminal. Cambiar los rostros no altera la estructura. Y sin alterar la estructura, los resultados están predeterminados. Como en la tragedia griega, el destino es inevitable: los que intentan cambiar al monstruo son devorados por él.

Entonces, ¿qué hacer? Tal vez lo primero sea dejar de fingir que bastan elecciones limpias, alternancias civilizadas o discursos incendiarios. Nada cambia si lo que cambia es solo la máscara. La tarea, si es que aún es posible, no es ganar el poder, sino rediseñar el poder: construir una arquitectura institucional capaz de contener a los hombres y no de ser contenida por sus ambiciones.

Aristóteles sostenía que la mejor constitución es la que logra equilibrar los intereses de los muchos y los pocos. En México, ni los muchos ni los pocos están interesados en el equilibrio: cada uno quiere el botín. Y mientras eso no cambie, el sistema seguirá siendo lo que es: una maquinaria perfecta para destruir toda voluntad de transformación.

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