Columnas

ANTÍTESIS

La izquierda del Rolex

Mario Flores Pedraza

Hay algo particularmente obsceno —casi pornográfico— en ver a un político de izquierda posando con relojes de lujo, en yates mediterráneos, enfundado en trajes hechos a medida que cuestan lo que un salario mínimo anual. No porque el lujo sea intrínsecamente inmoral —esa es una caricatura infantil del marxismo—, sino porque la izquierda pierde su potencia simbólica cuando se disfraza de élite ostentosa. Se convierte, como advertía Marx, en “crítico de la economía política durante el día, y su beneficiario por la noche”.

El problema no es solo estético. Es epistemológico, discursivo, estructural. El político de izquierda no representa solo una opción en la boleta, sino una promesa: que el poder puede usarse para democratizar la dignidad. Cuando esa promesa se ve envuelta en diamantes y burbujas de champán, se rompe. Y lo que queda no es un líder, sino una burla. Una parodia de justicia que mina cualquier intento de transformación auténtica.

La derecha no tiene ese problema. Su relato nunca fingió incomodidad ante la opulencia. Al contrario: la eleva como virtud, como recompensa del mérito. Pero la izquierda, al presumir lujos, se traiciona. No porque deba vivir en la miseria, sino porque debería encarnar una ética del límite, de la decencia pública, de la sobriedad como virtud política.

Nietzsche diría que estamos ante el triunfo del “último hombre”, satisfecho con su confort y su cinismo, incapaz ya de soñar con el superhombre transformador. Y Byung-Chul Han lo llamaría “la izquierda del rendimiento”: esa que ya no cuestiona el sistema, sino que lo usa con eficiencia para escalar, monetizar, decorar su ego. No incomoda al poder, se acomoda en él.

Hay un abismo entre defender los derechos de los más pobres y fotografiarse con el símbolo de los más ricos. Un Rolex no es solo un reloj. Es un artefacto narrativo. Dice: “Estoy del lado de quienes vencieron el sistema”, no de quienes lo sufren.

Y lo más grave: el lujo en la izquierda no solo genera desconfianza en el pueblo. Genera indiferencia. Es decir, derrota. Porque cuando los de abajo ven que los de arriba —incluso los que se dicen “del pueblo”— viven como príncipes, dejan de creer en cualquier promesa de cambio. La traición simbólica se convierte en anestesia colectiva. Y ya no hay revolución posible si el cuerpo social está dormido.

No se trata de puritanismo ni de austeridad hipócrita. Se trata de coherencia narrativa. De entender que quien porta un discurso de justicia debe, al menos, intentar encarnarlo. Porque, como decía Camus, “el hombre rebelde es aquel que dice no a la humillación”. Y nada humilla más que descubrir que quien decía defenderte solo te usaba como escalón hacia su propio privilegio.

La izquierda no puede darse el lujo de exhibir lujos. Porque cada vez que lo hace, erosiona su fundamento moral. Y entonces, aunque gane elecciones, pierde lo esencial: la legitimidad ética que da sentido a su existencia.

Artículos Relacionados

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

También puede ver
Close
Back to top button