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ANTÍTESIS

Sindicalismo sin alma

Por Mario Flores Pedraza

Hubo un tiempo en que decir “sindicato” evocaba dignidad. Evocaba lucha, conciencia de clase, resistencia ante la maquinaria impersonal del capital. Eran los días en que la palabra “compañero” tenía peso histórico y no era apenas un gesto retórico en discursos de campaña. El sindicalismo, en su diseño original, debía ser una herramienta de emancipación, no un feudo más en el mapa del clientelismo político.

Pero en México —como en tantos otros lugares donde la esperanza es traicionada con burocracia— los sindicatos han dejado de ser escudos de los trabajadores para convertirse en madrigueras de poder, botines de guerra electoral, trampas disfrazadas de representación.

La paradoja es brutal: las causas siguen siendo nobles —justicia laboral, salarios dignos, condiciones humanas de trabajo— pero los medios han sido pervertidos por décadas de corrupción estructural. Lo que debía ser un contrapeso al abuso patronal terminó funcionando como apéndice del poder político, como maquinaria de votos, como intermediario tóxico entre el trabajador y su dignidad.

¿Quién representa hoy al trabajador mexicano? ¿Un líder sindical que viaja en suburbans blindadas, organiza congresos en Cancún y se refiere al obrero como un número en sus informes de gestión? ¿Ese es el rostro de la lucha obrera?

Nietzsche hablaba del “último hombre”, ese ser domesticado, sin aspiraciones ni ideales, que prefiere la comodidad a la verdad. Hoy, muchos sindicatos mexicanos han producido su versión institucional del último hombre: el burócrata sindical. Un ser que ya no sueña con transformar la realidad, sino con negociar aumentos mínimos a cambio de lealtades máximas.

Marx advirtió que toda estructura que no desafíe las bases de la explotación terminará sirviéndola. Y es exactamente eso lo que ha ocurrido. El sindicalismo mexicano, lejos de cuestionar el sistema, se ha convertido en su cómplice: administra la desigualdad, organiza la sumisión, garantiza la paz laboral al menor costo político posible. Se ha vuelto una sucursal del orden neoliberal que dice combatir.

No es casualidad que tantos líderes sindicales parezcan más preocupados por sus escaños plurinominales que por las manos que sangran en las fábricas. No sorprende que el “voto libre y secreto” dentro de muchos gremios siga siendo una ficción digna de Kafka. Y tampoco debería escandalizarnos que las grandes reformas laborales se pacten en mesas donde los trabajadores reales están ausentes.
Lo sindical ha sido colonizado por lo partidista. Lo colectivo ha sido desfigurado por lo corporativo. El sindicato, ese espacio que debía forjar conciencia, es hoy una oficina más del aparato de control político. Y el obrero —otrora sujeto histórico— ha sido reducido a estadística electoral.

¿Hay excepciones? Por supuesto. Y son ellas las que confirman la regla. Sindicatos autónomos, honestos, luchadores, existen. Pero sobreviven como resistencia, no como norma. Porque el sistema ha sido diseñado para neutralizarlos, marginalizarlos o comprarlos. Porque el sindicalismo auténtico —el que incomoda, el que exige, el que se planta— es un estorbo en un país que celebra la obediencia como virtud nacional.
Y sin embargo, no todo está perdido.

La pregunta no es si el sindicalismo mexicano está muerto. La pregunta es si estamos dispuestos a resucitarlo. Y para ello, hace falta algo más que discursos: hace falta desmantelar el pacto de impunidad entre partidos, líderes sindicales y empresarios complacientes. Hace falta volver a la raíz ética del sindicalismo, a su vocación de justicia, a su apuesta por la dignidad del trabajo como piedra angular de la república.

El sindicalismo, si quiere volver a tener alma, debe volver a ser peligroso. Debe dejar de buscar cargos públicos y comenzar a exigir condiciones dignas. Debe abandonar los congresos turísticos y volver a las fábricas. Debe dejar de temerle al conflicto, porque la verdadera paz no nace de la sumisión, sino de la justicia.

No basta con modernizar leyes. Hay que moralizar conciencias. Y eso, como enseñaba Platón, empieza por gobernarse a uno mismo antes de pretender gobernar a otros.
Porque si el sindicalismo no se limpia desde dentro, lo que tendremos no será representación, sino simulacro. No será defensa de derechos, sino prolongación del abuso. No será comunidad obrera, sino clientela controlada.

El obrero mexicano merece algo mejor que eso. Y el país también.

 

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