ANTÍTESIS

Gen Z
Por Mario Flores Pedraza
México despertó. Pero no lo hizo al grito de un caudillo ni al ritmo de un himno nacional entonado en masa. Despertó con pancartas improvisadas, con celulares en alto, con rostros jóvenes que, a pesar de haber sido educados en el cinismo, decidieron salir a las calles. La generación Z, esa que muchos despreciaban como apática, líquida o digitalmente anestesiada, irrumpió en el espacio público. No con la claridad de una ideología consolidada, pero sí con la contundencia del hartazgo acumulado.
Y es que algo se está fracturando. No se trata de una revolución ni de una primavera política. Se trata de un síntoma: el de una juventud que ya no se reconoce en el guion democrático que le heredamos. Esa juventud que creció viendo cómo el voto se prostituye, cómo los partidos se reciclan, cómo los líderes no lideran, sino que simulan. Esa juventud, tan vilipendiada por su supuesto desinterés, comienza a entender intuitivamente, visceralmente, que la política no puede seguir siendo un espectáculo ajeno.
¿Exageramos al leer en estas manifestaciones el inicio de un nuevo ciclo histórico? Tal vez. Pero la historia siempre comienza así: con gestos que parecen pequeños, pero que condensan una ruptura más profunda. En cada pancarta, en cada grito, en cada marcha espontánea, hay un rechazo al régimen del simulacro. No al gobierno de turno, ni al partido X o Y, sino a un sistema que hace tiempo dejó de representar a los gobernados.
Y aquí conviene ser precisos. No se trata de una toma de partido. No es un acto militante ni una adhesión ideológica. Es un síntoma. Y como todo síntoma, debe ser interpretado. Freud decía que los síntomas hablan cuando el sujeto no puede articular su verdad. Esta generación, en el fondo, está diciendo: “No nos representan”. Y no lo dice desde la arrogancia, sino desde la desesperanza. Porque ya no se trata de elegir entre el mal menor y el desastre absoluto. Se trata de cuestionar por qué, en un país con tanto potencial, las opciones siguen siendo caricaturas del poder.
¿Estamos ante una generación política? No aún. Pero estamos, quizá, ante el inicio de una subjetividad política que se atreve a decir no. Y ese no, por precario que parezca, es el germen de toda transformación real. Porque antes de construir alternativas, hay que desmontar los consensos falsos. Antes de proponer un nuevo orden, hay que desobedecer el viejo.
Como advirtió Foucault, el poder no se localiza solamente en los palacios o en las urnas: se infiltra en nuestros discursos, en nuestras expectativas, en nuestra noción misma de lo posible. Que esta generación empiece a caminar fuera del script, aunque sea tambaleante, fragmentada, contradictoria; es señal de que el poder ya no logra disciplinar con la misma eficacia.
¿Será suficiente? Por supuesto que no. Marchar no basta. Hacer ruido no es sinónimo de hacer política. Pero es un inicio. Y en un país donde el cinismo parecía haberse convertido en la única ideología dominante, todo inicio merece ser leído con atención. Porque en el fondo, no están marchando por un candidato ni por un hashtag: están marchando por el derecho a escribir otra historia.
Una historia donde el pueblo deje de ser decorado, y comience, al fin, a ser autor



