MIRADA DE MUJER
Luz del Carmen Parra
El costo de vivir mintiéndonos
¿Qué hay detrás del hábito de mentir? ¿Por qué la necesidad de encubrir con falsos imaginarios la realidad que vivimos? Que nos impide asumir la responsabilidad de nuestros actos, e intentar justificarnos siempre, recurriendo espontáneamente a inventar historias, en ocasiones tan inverosímiles, que llegamos a creer que quien nos escucha es una persona sin criterio, incapaz de vernos tal como somos, de descubrir en nuestro entorno el ansia de intentar convencer de algo, que ha venido marcando nuestra propia historia de vida.
Mentir nos obliga a desarrollar la imaginación, de tal modo, que seríamos capaces de recrear a Scheherezade, personaje central de las Mil y Una Noches, intentando salvar nuestra vida, en cada momento que se nos confronta para aceptar las consecuencias de nuestros errores. Disfrazamos nuestras acciones, defendemos apasionadamente nuestros argumentos, e incluso terminamos por culpar a los demás, acusándolos justo de lo que no reconocemos como propio.
Mentir nos hace ser ingeniosos, hábiles manipuladores carentes de ética. Construimos un mundo donde nuestra “supuesta verdad”, se defiende y se impone, sin permitirnos darnos cuenta que nos escondemos detrás de ese escudo que nos da seguridad, intentando ocultar miedos y traumas infantiles, que nos han impedido crecer y ser capaces de hacernos cargo de nuestra vida, en un mundo de adultos.
Representamos un personaje de nuestra propia comedia. Nos adaptamos a lo que los demás esperan de nosotros, renunciando a lo que realmente somos, dejando de lado nuestras necesidades y nuestros sueños. No somos capaces de entender que cada vez que inventamos una historia, estamos negando nuestra verdadera personalidad, empequeñeciendo la imagen que tenemos de nosotros mismos.
Nos acostumbramos a vivir en la mentira, tratando de evitar quizás, el dolor de entender que no somos capaces de resolver nuestros conflictos, que buscamos siempre la salida fácil de rehuir, de reconocer y aceptar nuestras incapacidades y limitaciones, de sobrevivir sin el menor esfuerzo de superarlas. Asumimos una posición de sumisión ante los demás, porque no le damos valor a nuestras acciones, las reemplazamos con algo imaginario, superior, capaz de intentar despertar el reconocimiento y el respeto por hacer cosas, de las que nos sabemos incapaces de lograr.
Mentir nos pone en el límite de la demencia, imposible recordar nuestras propias mentiras y, más temprano que tarde, estamos en medio de contradicciones, negando lo que en ocasiones asegurábamos como cierto, sin perder la compostura. No nos damos cuenta que ha quedado registrado en la memoria de quienes nos conocen, de quienes conviven con nosotros a diario, nuestras decisiones y acciones, dichos y opiniones.
Si aprendimos a mentir desde pequeños, intentando agradar a nuestros amigos, ser el centro de su atención y ganarnos su respeto o lo hicimos tratando de evitar los castigos y represiones de nuestros padres, maestros o de los adultos cercanos, evidentemente hemos quedado condicionados por aquellas experiencias dolorosas que nos hicieron sacrificar nuestra autoestima, negando nuestra identidad propia, obligados por nuestros temores a desarrollar una personalidad acorde a un guion que nos dictaron desde fuera. Hoy ya adultos mentir nos permite cuidar nuestra imagen, proteger nuestro ego.
“Una mentira es como una bola de nieve; cuanta más rueda, más grande se vuelve”, decía Martin Lutero, más nos obliga a mantenernos en una imagen ajena a nuestro verdadero yo. Una vez más, será nuestra conciencia la que nos permitirá transformar nuestra vida. Tomar en nuestras manos lo importante y atractivo que es vivir nuestra verdad, nuestro derecho de ser tal y como somos, sin obligarnos a representar un papel que no nos corresponde y con el que ni siquiera nos identificamos.
Aprendamos a decir NO cuantas veces sea necesario, sin sentir remordimientos o culpas, sacrificándonos solo por mantener la paz o por llevárnosla tranquilos, evitando el conflicto y el debate de las ideas, cediendo a los antojos o necesidades de quienes nos dominan emocional o psicológicamente, solo por quedar bien. Dejemos de mentirnos a nosotros mismos y hagámonos dueños de nuestro propio destino, no renunciemos a nuestro derecho a equivocarnos, por sentir la obligación de agradar inventando historias ajenas. Desarrollemos nuestro derecho a disentir. Argumentemos y defendamos nuestros puntos de vista, aunque no les gusten a los demás.
¿Por qué mentir, si somos nosotros mismos los primeros engañados? Después de los 30’s a nadie engatusamos. Tarde o temprano nuestras propias mentiras nos desnudan, ponen al descubierto nuestra débil personalidad y acabamos enredándonos en nuestra propia red de falsedades. Aprendamos a no mentirnos, a no justificarnos, a no aparentar ser lo que no somos, a no fingir lo que no sentimos. A ser honestos con nosotros mismos. Seremos los más beneficiados.
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