ANTÍTESIS

El pacto silencioso del ciudadano
Mario Flores Pedraza
En lo más profundo de la convivencia humana yace un acuerdo invisible, un pacto no firmado pero vital, del cual depende el orden, la seguridad y hasta la esperanza de justicia en cualquier sociedad. Cada ciudadano, al formar parte de una comunidad organizada, cede parte de su libertad natural a cambio de algo que no podría lograr solo: la protección de su vida, sus bienes y su tranquilidad. Esta renuncia voluntaria al caos de la libertad absoluta no es una debilidad, sino el fundamento del orden civilizado.
Imaginemos por un momento que desaparecen las leyes, la autoridad y los límites comunes. Lo que quedaría no sería una utopía de libertad, sino una jungla donde cada quien lucha por sobrevivir sin más norma que su fuerza. La vida se volvería precaria, desconfiada, y violenta. Por eso, el ciudadano que respeta las normas, que cumple con sus deberes, y que participa activamente en la construcción del bien común, no es un esclavo de un sistema, sino el verdadero arquitecto de la civilización.
La sociedad no puede existir sin autoridad, y la autoridad no puede sostenerse sin obediencia. No se trata de sumisión ciega, sino de la conciencia profunda de que sin un poder común que regule las pasiones y limite los excesos, los hombres no serían más que enemigos naturales entre sí. En este sentido, el ciudadano tiene un rol crucial: no solo debe acatar las leyes, sino también entender que ellas son el escudo que permite la paz. Su participación en la política, su respeto al contrato social, su voluntad de ceder el puño por el diálogo, todo eso construye una sociedad estable.
A menudo se piensa que el poder reside únicamente en quienes gobiernan. Pero lo cierto es que el poder es delegado, prestado por la voluntad colectiva. Es la suma de la obediencia ciudadana la que sostiene al Estado. Por eso, cuando los individuos se rebelan sin causa justa, cuando buscan el interés propio sobre el interés común, no destruyen solo al gobierno: se destruyen entre sí.
El ciudadano no es un súbdito sin alma. Es la piedra angular del orden. Es quien, al renunciar a imponer su voluntad por la fuerza, elige la civilización sobre la barbarie. No hay nada más revolucionario —ni más humano— que aceptar límites para que exista la paz.