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ANTÍTESIS

La desigualdad baja

Mario Flores Pedraza

Que México registre hoy uno de sus niveles más bajos de desigualdad económica, al menos según el índice de Gini, es una noticia que debería generar más discusión que aplausos automáticos. ¿Qué significa realmente ese descenso? ¿Qué mide este famoso índice y por qué vale la pena alegrarse , con mesura, de su reducción? Más importante aún: ¿puede una sociedad profundamente desigual cambiar con una sola cifra?

El índice de Gini, para empezar, no es magia sino matemática. Se trata de una fórmula diseñada para calcular la desigualdad en la distribución del ingreso dentro de una población. Funciona así: se ordena a la población del país desde el más pobre hasta el más rico y se compara cuánto del ingreso nacional tiene cada grupo. Si todos ganaran exactamente lo mismo, el índice daría cero (igualdad perfecta). Si una sola persona acaparara todo y el resto nada, daría uno (desigualdad total). Entre esos dos extremos vivimos todos.

En México, según los datos más recientes del INEGI, el índice de Gini se ubicó en 0.391, el más bajo desde que se tiene registro. Algunos estudios incluso estiman cifras menores si se ajusta por ingreso per cápita en los hogares, alcanzando 0.458 en 2022, cuando hace seis años superaba el 0.5. Los datos parecen buenos. Lo son. Pero como toda estadística agregada, también encierran trampas.

Para que ese descenso no sea un espejismo metodológico, conviene preguntarse qué lo provocó. Según el Banco de México, entre 2018 y 2022 los sectores más pobres de la población crecieron más rápido en términos reales que los más ricos. Un fenómeno raro, llamado por los economistas “crecimiento propobre”, que no solo reduce la brecha sino que sugiere un dinamismo virtuoso en la base de la pirámide. También influyó la menor desigualdad salarial: los ingresos por trabajo se han vuelto menos extremos. Esto es relevante, porque el empleo es aún el principal canal de distribución de riqueza para la mayoría.

Y sin embargo, incluso con estos avances, el abismo persiste. Los hogares más ricos todavía ganan catorce veces más que los más pobres. Y esa es una mejora: hace años eran más de veinte. Catorce veces no es poco. No es aceptable. No es justo. Es apenas menos escandaloso que antes.

Aquí es donde entra la pregunta filosófica, la que Rousseau y Rawls, Aristóteles y Marx, se formularon cada uno a su manera: ¿qué es una sociedad justa? Para algunos, basta con igualdad de oportunidades. Para otros, la justicia comienza cuando el azar de nacer en la cuna equivocada no condena a una vida de privaciones. El índice de Gini no resuelve esta disputa, pero ofrece una brújula: cuando la desigualdad cae, algo se ha movido. Tal vez poco, tal vez insuficiente. Pero se ha movido.

¿Debemos alegrarnos? Sí, si entendemos la alegría no como resignación satisfecha, sino como impulso. Un país que reduce su desigualdad mejora su cohesión social, disminuye el resentimiento, gana estabilidad política, e incluso fortalece su democracia. No es casualidad que las sociedades más igualitarias , piénsese en los países nórdicos, sean también las más pacíficas, transparentes y con ciudadanos más comprometidos. Lo advirtió Rawls con claridad meridiana: las desigualdades solo son aceptables si benefician a los más desfavorecidos. Lo demás es abuso con fachada legal.

Pero esta mejora, si no se convierte en política estructural, corre el riesgo de ser solo una pausa. Hoy, el ingreso del trabajo explica menos la desigualdad; pero mañana, si la informalidad, el desmantelamiento de derechos laborales o la concentración empresarial no se enfrentan con seriedad, la pendiente puede invertirse. Y eso nos regresaría no solo al punto de partida, sino a la frustración de haber creído que el cambio era real.

Celebrar una reducción en el índice de Gini es legítimo, pero sería ingenuo convertirlo en narrativa triunfalista. No estamos ante un milagro económico, sino ante un resultado parcial de políticas sociales, dinámicas de mercado y circunstancias coyunturales. El reto no es cantar victoria, sino convertir este descenso en tendencia estructural. Y eso no se logra con cifras, sino con justicia.

Porque en México, como decía Octavio Paz, el problema nunca ha sido solo la pobreza, sino la desigualdad que humilla. Disminuirla es una señal de que, al menos esta vez, algo sí está cambiando para bien. Pero todavía estamos lejos del país donde nacer pobre no implique condena. Y no hay estadística que nos exima de ese deber.

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