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ANTÍTESIS

La libertad que nadie quiere ver

Por Mario Flores Pedraza

Todos hablan de libertad. La defienden, la exigen, la celebran como si fuera el más alto bien alcanzable. Pero hay una verdad incómoda que casi nadie se atreve a mirar: no entendemos qué es la libertad. Es más, si un día se nos presentara con su forma pura, nos espantaríamos como quien ve un monstruo donde esperaba un ángel.

La idea moderna de libertad ha sido domesticada, edulcorada, convertida en eslogan para campañas publicitarias y propaganda electoral. Para la mayoría, ser libre es poder elegir qué consumir, a quién votar o en qué rincón del mundo hacer yoga. Pero eso no es libertad: es capricho con tarjeta de crédito. Confundimos el deseo con la autonomía, la posibilidad de elegir con la capacidad de gobernarse.

¿Y si te dijera que no anhelas la libertad, sino solo la ilusión confortable de poseerla? ¿Qué harías si descubrieras que tu idea de libertad es, en realidad, una sofisticada jaula dorada?
La verdadera libertad, la que incomoda, la que exige y la que transforma; no tiene nada de complaciente. No se trata de seguir tus impulsos, sino de dominar tus pasiones. No consiste en romper cadenas externas, sino en ordenar el alma. Esa libertad no te da permiso: te da responsabilidad. No halaga tus deseos: los pone a prueba.

¿Estás preparado para eso?

La tradición filosófica más antigua lo entendía con claridad: la libertad no era el derecho a hacer lo que se quiere, sino el poder de hacer lo que se debe. Y para poder hacer lo que se debe, hay que conocerse, disciplinarse, elevarse por encima del capricho, del miedo y de la opinión popular. La libertad no era una bandera: era una conquista del alma.

Pero esa noción exige una pregunta que casi nadie quiere hacerse: ¿quién gobierna tu vida? ¿Tu razón o tu apetito? ¿Tu conciencia o tus algoritmos? ¿Tu voluntad o el deseo ajeno que adoptaste como propio?

En nuestra época, nos hemos convencido de que somos libres porque nadie nos obliga a arrodillarnos. Pero, ¿no estamos de rodillas ante la comodidad, la aprobación ajena y el mercado de las identidades? ¿No nos hemos entregado gustosos a una esclavitud más sutil, donde lo que se impone ya no es la ley del tirano, sino el zumbido incesante de nuestras propias pulsiones?

Nos aterra la verdadera libertad porque implica decir no. No al placer inmediato, no a la masa vociferante, no a la costumbre vacía. La libertad auténtica no se grita, se vive en silencio. No pide permiso, pero tampoco necesita aplauso. Y sobre todo, duele. Porque desnuda nuestras incoherencias, nuestras contradicciones, nuestro miedo infantil a ser realmente dueños de nosotros mismos.

¿De verdad quieres ser libre? ¿O solo deseas seguir creyendo que ya lo eres?

La libertad que adoramos hoy es una caricatura amable, una excusa para no cambiar. Nos encanta que nos hablen de derechos, pero detestamos que nos hablen de deberes. Celebramos la diversidad de elecciones, pero tememos a la unidad de propósito. Aplaudimos la autoexpresión, pero no soportamos la autoevaluación.

Vivimos en una paradoja: nadie quiere ser esclavo, pero casi nadie quiere ser libre. Porque la libertad verdadera exige una tarea intransferible: gobernarse a uno mismo. Y eso implica pensar, decidir, resistir, fallar, corregir, persistir. Implica dejar de culpar al sistema, al gobierno, a los padres, al pasado, y asumir el timón de nuestra alma.

¿Puedes hacerlo?

Tal vez no. Tal vez por eso preferimos esta farsa consensuada donde todos decimos ser libres mientras obedecemos a mil voces que nos programan con dulzura. Nos sentimos rebeldes por elegir entre dos opciones prefabricadas. Nos creemos únicos por repetir consignas diseñadas por agencias de marketing. Nos decimos soberanos porque nadie nos apunta con un arma. Pero hace siglos que ya no hacen falta balas para someter a un pueblo. Basta con darle la ilusión de que elige.

Y entonces queda esta última pregunta, la más brutal, la más urgente:

¿Estás dispuesto a renunciar a tu esclavitud voluntaria?

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