Columnas

MIRADA DE MUJER

 

Semana Mayor

Luz del Carmen Parra

Creo que es un buen momento para hacer una introspección y reflexionar en lo que hemos caminado y haciendo corte de caja, traigamos a la conciencia a quienes hemos ofendido, o aquellos que nos han herido, para buscar la indulgencia que nos permita continuar en paz el resto de nuestra vida.
Generalmente cuando hablamos de perdón, evitamos pensar en nuestros propios actos, nos remitimos a recordar a quienes de alguna u otra forma nos han lastimado, dejando en nosotros un sentimiento de coraje, tristeza o decepción, provocando algunas veces, rupturas en nuestras relaciones o por decir lo menos, distanciamiento, desapego.
En ocasiones nos cuesta perdonar, porque sentimos que hacerlo implica justificar un comportamiento erróneo. Nos aferramos al rencor, pensando que éste constituye una especie de castigo para quien nos ofendió y, sin embargo, lo único cierto, es que somos nosotros que nos negamos a perdonar, los más dañados, porque guardar rencor como decía Nelson Mandela, “es como tomarnos un vaso de veneno y esperar que mate a nuestros enemigos”.
Perdonar, no implica olvidar la ofensa, o que quien lo hizo, no tenga que asumir las consecuencias de sus actos, significa liberarnos de las emociones que nos bloquean y nos impiden avanzar, para darnos la oportunidad de hablar e intentar aclarar las cosas. ¿Y qué decir cuando somos nosotros los que hemos ofendido, lastimado y defraudado la confianza en nuestro círculo cercano, o con quien tenemos un vínculo emocional muy estrecho?
Pedir perdón no nos humilla, ni nos convierte en personas vulnerables, ni significa que hemos fracasado; al contrario, saca a relucir nuestra mejor faceta y tiene un impacto muy positivo. Pedir perdón, de corazón, no solo expresar una disculpa falsa, es un acto admirable que refleja nuestra capacidad para reconocer nuestros errores y muestra la voluntad que tenemos de mejorar o de reparar el daño causado.
Es importante que seamos capaces de ponernos en el lugar de quien hemos ofendido, e intentemos por un momento, comprender cómo se ha sentido esa persona a raíz de nuestro comportamiento. Que seamos empáticos para tratar de entender su sentir. De esta forma podremos elaborar una disculpa que realmente pueda llenar el vacío provocado y abra las puertas para la reconciliación.
Si perdonar es un proceso de sanación, aprender a pedir perdón es una liberación, que nos permite reconocer con humildad que ofendimos; pero no menos importante es asimilar nuestros propios errores, reconciliarnos con nosotros mismos y regalarnos la paz interior.
Vivimos a diario reprochándonos, a veces inconscientemente, los errores cotidianos, sobredimensionando nuestros fallos, culpándonos de todo lo que no sale como quisiéramos. Nos convertimos en nuestro propio juez y lo peor, cargamos con él como si fuera Dios, en el cielo, en la tierra y en todo lugar. Vivir pensando en que todo pudo ser distinto, lamentando una acción que ya no podemos cambiar, no solo nos trae dolor y amargura, sino que nos crea un sentimiento de culpa que ensombrece nuestras vidas, sin entender que hicimos lo mejor que pudimos, en función del nivel de conciencia que teníamos entonces.
Perdonarnos es un paso necesario para poder avanzar y dejar atrás el pasado. A diario se nos exige tomar decisiones, unas más acertadas que otras y el error está a la vuelta de la esquina. Podemos equivocarnos, fallarnos, decepcionarnos, no obstante, todo forma parte de un proceso de crecimiento, de autoconocimiento, de aprendizaje. Si somos indulgentes con nosotros mismos, ahogaremos esa voz crítica que termina convirtiéndose en un enemigo al acecho, que vigila, señala y censura. Y aquí recupero la frase de Giovanni Papini: “Temo a un solo enemigo que se llama, yo mismo”.
Si somos conscientes del daño que genera en nuestra autoestima, nos esforzaremos por confrontar nuestros errores y trabajaremos por aceptarnos como somos, y en lugar de reprocharnos y vivir autoflagelándonos, recuperaremos la experiencia vivida y aprenderemos de ellos, sin evadirlos o justificarlos.
Si nos reconocemos como seres humanos de voluntad frágil y en continua evolución, aceptaremos las consecuencias de nuestros errores y se hará más fácil expresar o recibir una disculpa sincera a tiempo, y dejaremos de reprocharnos nuestras equivocaciones pasadas, por más grotescas que nos parezcan, las pondremos en la dimensión exacta.
En cada experiencia aprendemos algo nuevo, aunque a veces resulte doloroso. Tengamos presente que las heridas permanecerán abiertas si nos negamos al perdón. Seguir recordando las ofensas nos mantendrá atados. Si solo nos limitamos a experimentar dolor y culpa, la experiencia habrá sido en vano.

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