Columnas

MIRADA DE MUJER

Luz del Carmen Parra

Un poco de empatía
¿Cómo llegamos a la exacerbación del individualismo? ¿Cómo fue que cerramos, poco a poco y sin apenas darnos cuenta, las puertas a aquellos pequeños detalles que hacían la diferencia en nuestras relaciones interpersonales, marcando tendencia en la vida social?

Cada vez más, nos olvidamos de lo necesario que son la sonrisa, la afabilidad, el buen trato entre los seres humanos.

Cuánta importancia tiene en medio de todo lo superficial, la intención sincera de comprender los sentimientos y emociones de quienes conviven a diario en nuestro entorno, favoreciendo la armonía al intentar experimentar de forma objetiva y racional lo que el otro siente.

El saber escuchar a los demás con atención y empatía, está desapareciendo de entre nuestros valores; estamos perdiendo la sensibilidad para ponernos en el lugar del otro, para acercarnos a sus problemas con el ánimo de apoyar, de compartir opiniones, sin juzgar y sin culpar a priori, con el deseo franco de tender la mano.

El contacto con las personas nos genera placer, confianza, alegría y satisfacción. Somos sociales por naturaleza. Esa actitud positiva permite establecer relaciones saludables y relajadas, esas que tanto extrañamos en los últimos meses por el confinamiento a que nos ha obligado la pandemia.

Estoy cierta que la empatía se aprende desde la infancia, en condiciones donde se despierta en forma espontánea el ayudar a los demás, en familia, sin entender los límites del yo y trascendiendo a las necesidades del otro.

Pero ahora, en este consumismo que define las sociedades modernas, pareciera que nos está ganando la competencia, más que la solidaridad.

Todos peleamos por ser los primeros, los mejores y a veces sin respetar las reglas del juego, atropellando los derechos de quienes permanecen a nuestro lado.

Nuestra opinión vale por encima de la de los demás y por, sobre todo, hemos de imponer nuestra razón, anulando la del otro.

Cada día nos hacemos más insensibles al dolor o al sufrimiento ajeno, nos cuesta mucho o, mejor dicho, ahora es inimaginable siquiera, tomarnos un tiempo para ponernos en su lugar y permitir que se nos despierte el ánimo, la voluntad de escucharlo, de entenderlo y apoyarlo. Todos tenemos prisa.

El egoísmo se ha hecho presente. Ha desplazado en la mayoría de las áreas de interacción del ser humano, ese gesto noble de colaboración y buen entendimiento. Desde el hogar hasta la oficina. En pareja o en las relaciones laborales, nada nos motiva a intentar comprender el comportamiento, en determinadas circunstancias y la forma, como el otro toma las decisiones que nos afectan.

Todo es personal y la ofensa es inmediata.
Crece la tendencia para obrar según la voluntad propia. Nos gana el individualismo. Se ha acrecentado la lucha de poder en todos los ámbitos de la vida social y familiar, anulando la opinión y las necesidades de los demás miembros de la familia o del grupo social y laboral. El derecho a decidir, ha degenerado en un egocentrismo enfermizo que busca la nulidad de la voluntad compartida. La negociación se ha remplazado por la imposición y la falta de respeto por la libertad del otro.

Pensamos y actuamos de acuerdo a nuestros propios criterios y de ahí, no cedemos ni un ápice, sin importar que en ese momento abramos la puerta a la confrontación, al aislamiento social que nos obliga a refugiarnos en nosotros mismos, sintiéndonos superiores de quienes cuestionan nuestra forma de ser.

Sin embargo, hay quien incluso asegura que el egoísmo es sano. Que primero hay que pensar en nosotros mismos, y poner en primer plano la satisfacción de nuestros propios intereses o necesidades; que eso es una manifestación de una autoestima sana y que debemos aprender a decir no y a poner límites en nuestras relaciones.

Se defiende apasionadamente el derecho a pensar libremente, y a la autodeterminación del destino a seguir; a actuar conforme a nuestros propios criterios. No obstante, creo que la diferencia la hace el aceptar nuestros propios límites, sin dejar de reconocer y respetar los derechos de los demás, ser solidarios y desarrollar la empatía que nos permita en ciertos momentos trascender al yo y a nuestras propias necesidades.

John Steinbeck asegura que “solo puedes entender a la gente, si la sientes en ti mismo”, cuando dejamos de actuar solo en función de los intereses propios, de los placeres personales y de la autosatisfacción, para trascender a la piel del otro desde nuestros propios sentimientos. Esto nos humaniza, nos engrandece.

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