Columnas

MIRADA DE MUJER

Luz del Carmen Parra

Lánzate a volar, y te saldrán alas

Durante un tiempo en mi adolescencia, desarrollé el gusto por coleccionar postales de aspectos de diversas ciudades del país que visité y algunas más que recibía con cierta frecuencia de parte de una de mis mejores amigas que al quedarse huérfana, se fue a vivir a la Ciudad de México.

Una a una las iba colocando en una cajita especialmente decorada para almacenarlas. Un día, en medio de la nostalgia, empecé a releer los mensajes que en cada una de ellas había escrito. Fechas, lugares, emociones contenidas, experiencias y recuerdos, se mezclaron y empezó a surgir un sueño.

En muchas de ellas, me invitaba a visitarla. Me hacía referencia a todo lo que ella estaba conociendo y me platicaba de sus planes, de sus ilusiones y sus grandes esfuerzos por hacer una carrera profesional que le permitiera valerse por sí misma y apoyar a sus hermanos que habían quedado en Ixtlán.

Separé de entre todas, las que me enviara mi querida amiga. Eran muchísimas y se me ocurrió pegarlas a la pared de mi cuarto, donde pudiera verlas todos los días. Me gustaba mucho observar los edificios históricos, las calles llenas de vida, las luces y principalmente, aquellas que mostraban distintos aspectos de Ciudad Universitaria, teniendo como centro la gran torre de rectoría.

Poco a poco, empezó a nacer en mí el deseo de estudiar en la Universidad Nacional Autónoma de México, lo cual resultaba algo más que difícil si consideramos las condiciones en que se daba la vida en aquellos años en mi familia. Hasta esos momentos, siendo yo la quinta de los 9 hermanos, nadie anteriormente había manifestado algún interés por abandonar la comodidad del hogar, para lanzarse a la aventura de construir un futuro diferente.

Decidida a hacerme de un lugar en medio de los miles de estudiantes que cada año lograban incorporarse a la UNAM, empecé a soñarme recorriendo los pasillos de aquellos espacios que cada día me parecían más familiares. Según me informé, sólo los mejores promedios eran ubicados en las facultades del campo universitario, así que tendría que obtener una buena calificación en mi examen de selección, si quería ser parte de aquel maravilloso paisaje.

Recuperé la información necesaria para prepararme a conciencia para la prueba más grande que había enfrentado hasta ese momento en mi corta vida. Teniendo a la mano la guía de estudios, me dediqué en cuerpo y alma, la mayor parte del día, de los tres o cuatro meses previos a la gran fecha, a repasar los apuntes de la prepa y a investigar lo suficiente para llenar los huecos que habían quedado pendientes en mi aprendizaje.

Cuando se acercaba el día, recibí la visita de una de las personas que más influyeron en mi adolescencia, Madre Naty. Sabía que necesitaba un lugar para hospedarme en la Ciudad de México, donde por cierto no conocía a nadie con excepción de mi amiga, que vivía en quien sabe dónde, en medio de un mundo inmenso, donde todo era desconocido. Me invitaba a visitar la casa que albergaba su comunidad religiosa, ahí podría descansar para estar puntual en el Estadio Azteca para presentar mi examen de selección. Me aseguró que, para entonces, ella estaría por allá, pendiente de que me sintiera cómoda y segura, y para echarme porras.

Recuerdo que iba muy emocionada y decidida a hacerme de un espacio entre los miles de jóvenes que en aquella ocasión estaríamos dispersos en la inmensidad del Azteca.  Y tal como lo prometió, al llegar a la dirección indicada y tocar el timbre, fui recibida por la madre Lourdes que de inmediato nos invitó a pasar a una sala de estar donde al poco rato apareció Madre Naty, con su sonrisa dulce y su voz llena de ternura, para hacerme sentir como en casa.

Después de merendar, nos llevó a lo que sería nuestro cuarto, donde de inmediato pude percibir en la mesita de noche, recargada sobre un pequeño florero que contenía unas pequeñas margaritas blancas, una tarjetita con una imagen de unas gaviotas delineadas con trazos de un pintor, y sobre de ella las palabras que me han acompañado desde entonces como un tatuaje esculpido no sobre mi piel sino en la memoria, reclamando lo mejor de mí.

“Lánzate a volar, y te saldrán alas”, decía con caracteres impresos, y con letras escritas de su puño y letra, “Luz del Carmen, haz algo grande de tu vida.”.  Un compromiso adquirido. Un objetivo que sigo intentando alcanzar.

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