Columnas

MIRADA DE MUJER

 

 

Luz del Carmen Parra

 

Luz del Carmen Parra

 

Todo era correr, entrar y salir de una casa a otra. Compartíamos un lugar común, una calle empedrada, sin carros que impidieran el libre desplazamiento, donde la algarabía y el gozo de convivir como hermanos, cada tarde nos veía coincidir.

 

Éramos un puñado de niños, hijos de cuatro matrimonios que convivíamos en un mundo casi exclusivo, rodeados de un ambiente cálido y seguro. Formábamos pequeños grupos dependiendo del juego que cada uno quisiera organizar. Brincar la soga, los encantados, la pelota, los pocitos, el bebeleche y no sé cuántos más.

 

Recuerdo que, en aquellos años, éramos familias numerosas, formadas mínimo por 8, 10 o más hijos. En la mía fuimos 11 hermanos, aunque murieron dos siendo muy pequeños. Eran tiempos en que no solo era normal ver matrimonios con más de 20, 30 o 40 años de una vida en común, sino formando familias muy grandes, incluso todavía me tocó conocer a una mujer que, según me contaba mi madre, cada año era premiada como la mamá que más hijos había procreado en el pueblo, 26 en total, aunque solo habían logrado sobrevivir poco más de la mitad.

 

No se aceptaba la idea del control de la natalidad y mucho menos se conocía el concepto de la planificación familiar, así que regularmente llegaba un nuevo miembro a la familia cuando el más pequeño apenas cumplía uno o dos años de edad. Ya estábamos en la adolescencia cuando empezamos a escuchar las primeras campañas de concientización, que trataban de convencer a las señoras de tomar las pastillas anticonceptivas, pero en el caso de quienes vivían cerca de mi casa, ya nada se podía hacer.

 

A la distancia puedo ver, sin embargo, que ser parte de una familia numerosa tiene sus ventajas. No había tiempo para aburrirte. Siempre tenías con quien jugar. No conocías esa sensación de sentirte solo o relegado, porque contabas con relevos. Si te enojabas con uno de tus hermanos, tenías dos o más para intentar pasar un buen rato.

 

Aprendías a esperar tu turno, a compartir los juguetes y a ser solidaria cuando alguno tenía un pequeño percance; eras de cierta manera, la nana de los más pequeños y aprendías a confiar en la mayor, como si fuera tu consejera. Desde pequeña ya cumplías con ciertas responsabilidades como parte de ese conglomerado. Tenías que participar de las tareas del hogar para que aquello fuera más o menos habitable. Así que también aprendías el valor de la limpieza y el orden.

 

Nos distraíamos entre hermanos y no necesitábamos tener a nuestra madre pendiente de cada uno, todo el tiempo; éramos más independientes y menos egoístas; podíamos tener asesorías en las materias que de repente se nos dificultaban porque siembre teníamos en casa alguien que cursara un grado más arriba, o que comprendiera mejor las matemáticas.

 

Aprendíamos a trabajar en equipo desde pequeños. Cuando se nos asignaban las tareas, si terminábamos primero, ayudábamos para que los demás se desocuparan de sus labores y pudiéramos irnos a jugar. Hacíamos causa común si alguno se metía en problemas. Nos convertíamos en los mejores abogados o en cómplices de travesuras que pasaron a formar parte de momentos memorables.

 

Desarrollábamos el sentido de pertenencia y aprendíamos con orgullo nuestros orígenes. Teníamos sentido de identidad. Te sabías parte de una familia tan grande que la mayoría de quienes habitábamos en aquel pedacito de patria, debíamos tener un tronco común porque compartíamos en mayor número los mismos apellidos.

 

Viene a mi memoria la celebración de las Bodas de Plata de mis padres, siendo todavía la mayor parte de mis hermanos adolescentes y unos cuantos disfrutando ya de su juventud, aunque el mayor a sus escasos 23 años, ya tenía en su haber, tres hijos muy pequeños. En sus Bodas de Oro, quedamos registrados en la fotografía del recuerdo 7 nuevos matrimonios, con 28 nietos y 4 bisnietos.

 

Experiencias enriquecedoras han quedado en cada uno de quienes formamos esta familia numerosa. Fuimos muchos y tuvimos que compartir entre sí el amor y el cuidado de nuestros padres, el pan de cada día y en muchas ocasiones la misma cama, los juguetes, la formación y la herencia. Siempre acompañados unos con otros, amonestados y reconvenidos por nuestros excesos infantiles, censurados por la necesidad de nuestra educación y quizás rodeados de múltiples prohibiciones.

 

Sin embargo, hoy en la distancia, volteo mis ojos atrás, y solo puedo concluir que, ser parte de una familia numerosa fue, sin temor a equivocarme, como haber asistido a la mejor escuela de la vida.

 

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