Columnas

MIRADA DE MUJER

Luz del Carmen Parra

Mi sentido de mujer
Una de las asignaturas que quedaron pendientes en mi formación, sin duda fue la administración financiera. Nadie me previno del daño que causa a la economía familiar, la costumbre aprendida desde que fui niña y recibí la primera moneda. De inmediato, corrí a gastarla. Todo lo que se me antojó, y pude adquirir con ella, lo compré. Fue un hábito que quedó para siempre en mí. Nadie me habló entonces, de la necesidad de ahorrar o de dejar un poco para después.
Cuando empecé a trabajar y recibía mis quincenas, lo primero que hacía era cubrir los básicos, pero luego llegaban los antojos de un nuevo perfume, unos zapatos, un bolso, un nuevo labial, los aparadores siempre llamativos despertaban la tentación y el deseo incontenible de adquirir lo que ahí mostraban, aun cuando no los necesitara, y entre un café por la mañana y unos dulces para el postre, nunca supe cómo el dinero se me iba de las manos, lo cierto es que siempre estaba ansiosa porque llegara el siguiente día de pago.
Luego, tras un accidente fatal, me vi en la urgente necesidad de comprar un nuevo televisor. En ese entonces no contaba con una tarjeta de crédito, así que me puse a reflexionar, a quien le iba a ir a pedir dinero prestado mientras llegaba el aguinaldo. Ya había ido a la mueblería a ver cuánto costaba y había elegido el que me gustó, así que ahora solo faltaba conseguir el efectivo para pagarlo.
Por ese entonces, andaba de vacaciones por Ixtlán, y se me hizo fácil ir a buscar a uno de mis tíos, que yo sabía tenía la posibilidad de proporcionármelo; Tomé valor, y me decidí a buscarlo en su refugio. Muy amable lo saludé y empecé a hacerle plática, tratando de que se relajara y tuviera mejor ánimo, para cuando le expusiera el verdadero motivo de mi visita.
Cuando consideré que era el momento oportuno, le dije: “tio, podría hacerme el favor de prestarme dinero para”… Soltó la carcajada, antes de que yo terminara de explicarle para que lo necesitaba. “¡Nombre mijita!”, me dijo. “Tú eres mujercita, ¿con que me vas a pagar; Ya hablaste con tu padre?”. Recuerdo que primero me sentí desconcertada, pero luego me invadió el coraje y una enorme frustración, no alcanzaba a entender lo que me estaba pasando. Jamás me había enfrentado a una situación semejante.
Yo siempre me he sentido orgullosa de ser mujer y, hasta ese día, nada me había impedido alcanzar lo que se me antojaba. Hasta ese momento, todo lo había conseguido en realidad con suma facilidad y no se me había presentado una situación que me pusiera en la mesa la posibilidad de alcanzarlo o no, por el simple hecho de ser mujer.
En aquellos años, si había escuchado de las luchas feministas, no me había detenido a investigar más de su razón de ser, ni habían logrado despertar en mi un sentimiento de solidaridad, jamás había sentido en carne propia ningún tipo de discriminación. Si bien el machismo siempre fue un signo incuestionado en mi familia, lo asimilé sin mayor problema como autoridad, en la imagen de un padre que no excedía su manifestación de poder, que nunca hizo menos a una de sus hijas por encima de sus hijos, ni humilló o maltrató a mi madre, ni vi entre ellos una esfera de competencia a muerte, por imponer a costa de lo que fuera su voluntad.
Era una relación muy definida. Cada uno tenía bien delimitadas las áreas de responsabilidad y su relación era de mucho respeto. Recuerdo muchos detalles de mi padre para reconocer y enaltecer a mi madre. “Mi compañera decía, orgulloso”, nunca escuché que la presentara como “mi señora” y en la formación de los hijos incluso, decía “tu encárgate de las mujeres, que de los hombres me encargo yo.” Así mis hermanos aprendieron a hacerse cargo de las tareas más pesadas, a trabajar fuera de casa y a ser buenos proveedores, en tanto a nosotras, nos preparaban para ser buenas esposas y excelentes madres de familia.
Entendí y asimilé la relación de pareja, como un equipo que trabaja con un objetivo común. Había armonía y ambos disfrutaban sus hijos. No niego que en alguna ocasión existió la necesidad de sacar el cinturón o la chancla para formar el carácter de cada uno de nosotros, pero nunca había una agresión verbal que hiciera referencia al género. Todos éramos tratados por igual.
Tenía muy en alto mi auto estima como mujer. Había recibido el respaldo de mis padres para buscar mis propios sueños. Nada me había representado un obstáculo en mi camino. Así que esa tarde decidí ignorar el mal rato y me fui a buscar al papá de un amigo, que sabía prestaba dinero a la gente que necesitaba. Le platiqué el incidente con mi tio. Recuerdo que de inmediato me dijo. “¿Cuánto necesitas?, le dije la cantidad y me respondió de inmediato. Cuenta con él. Yo te lo presto. ¿Necesito el aval de mi papá?, le pregunté. ¡Por supuesto que no!. Corre por tus venas la sangre de Don Manuel. Con eso me basta.
En cuanto recibí mi aguinaldo, acudí a pagar mi deuda.
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